Testimonio de un abogado sobre el manejo de las cuentas de los fallecidos del Banco Popular

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En un país donde la corrupción política es la única que parece ocupar los titulares, otros actos ilegales, ilegítimos e inconstitucionales, cometidos por la élite dominicana y extranjera, pasan desapercibidos. Consciente de esta realidad, este artículo es mi contribución para el periódico Panorama, un medio que se atreve a decir lo que otros diarios se reservan.

No pondré mi nombre para proteger la identidad de mis clientes, pero me siento orgulloso de aportar a un medio que no se limita a hablar solo de corrupción política, sino que también denuncia cuando las acciones corruptas son cometidas por el sector empresarial afectando, directamente a miles de dominicanos, que han perdido a sus seres queridos y, como si fuera poco, deben enfrentar el calvario de reclamar lo que legítimamente les corresponde.

Precisamente en un reportaje de Panorama, había leído las maniobras que hacen los bancos para evitar pagarle el dinero a los herederos de los ahorrantes fallecidos, lo cual es una violación al derecho de propiedad a la luz del artículo 51 de la Constitución y de los artículos 718, 724 y 1003 del Código Civil, que establecen con claridad que la transmisión de los bienes se opera de pleno derecho a favor de los herederos desde el mismo fallecimiento. A esto se suma la violación del principio más importante de la Constitución dominicana, que es el andamiaje del Estado Social y Democrático de Derecho: el principio de la dignidad humana. Ese principio esencial que debería ser el punto de partida de toda práctica institucional, es pisoteado, y lo viví en carne propia, más de 20 visitas al banco y unas 40 y pico de llamadas fruto de un procedimiento ilegal y del siglo pasado, basado más en las prácticas bancarias internas que en las normas legales de aplicación general, imponiendo reglas privadas por encima de la Constitución y el sentido común.

Un reto a la burocracia bancaria

Para vivir esta experiencia que les sucede a miles de dominicanos, tomé una partición como caso. Y en tal sentido lanzo un reto público: si alguien me demuestra en qué parte de la normativa dominicana, existe una figura que imponga la obligación de realizar un acto de determinación de herederos, solo para solicitar una información acerca del dinero de un ahorrante fallecido, yo estoy en la disposición de perder cien mil pesos apostándolo y tengo como testigos a los directivos de este medio. También a quien me pruebe en los códigos de aplicación vinculante para todos los ciudadanos, que precepto legal establece la discreción bancaria después que un ahorrante muere; basados en el principio de igualdad.

Estoy seguro de que eso no sucederá, porque esa figura es un vestigio del siglo pasado, cuando las personas tenían decenas de hijos fuera del matrimonio y no existían los datos biométricos, ni un sistema de registro civil que asegurara actas de nacimiento confiables y con mínimas posibilidades de error.

Para ilustrar esta maraña absurda, les comparto una de las odiseas que me ha tocado enfrentar. La de la Superintendencia de Bancos se las contaré más adelante, porque merece capítulo aparte. Esta empieza en el Banco Popular, donde, cumpliendo con todos los requisitos de ley, me presenté en mi condición de abogado y representante de los herederos con el acta de defunción, el acta de nacimiento de una de las herederas y el poder notarizado de los causahabientes.

Ese poder me otorgaba plena capacidad para actuar en nombre de mis clientes ante cualquier instancia, incluidos los tribunales de la República.

Me dirigí a mi oficial de cuentas, con quien he tenido una relación de muchos años, para que me validara la información. Ella me recibió con amabilidad, tomó copia de los originales, pero me explicó que debía comunicarse primero con el Departamento Jurídico de personas fallecidas, pues serían ellos quienes analizarían los documentos y decidirían, según su carga de trabajo, si me daban respuesta. Dejé allí los documentos con la esperanza de una llamada que, ingenuamente, pensé que llegaría pronto.

La llamada nunca llegó, pero sí la respuesta burocrática: me solicitaron el Acta de Determinación de Herederos de un causante que había vivido cuarenta años en Estados Unidos. Lo que siguió fue un esfuerzo titánico que me tomó más de un mes, reuniendo a siete comparecientes, dos testigos, un notario y yo mismo dirigiendo el acto. Once personas en total para confirmar lo que ya el banco sabía: quién era el fallecido y cuáles eran sus hijos.

¿Acaso no es suficiente un acta de nacimiento para probar el parentesco? Para ellos no. Siempre resulta más conveniente imponer trabas, exigir documentación redundante y entender que uno debe esperar su llamada, porque, según percibí, llamarles a ellos es mal visto. Se trata de un esquema diseñado para cansar al reclamante y hacerle desistir. Una especie de “sagradas prácticas bancarias” que actúan como un contrato de adhesión, pero que tú no lo firmas, donde la regla es que el ciudadano se somete a procedimientos internos que los poderes públicos han aprobado, pero que todos terminamos padeciendo.

La oposición absurda a un poder notarizado

Con el paso del tiempo me presenté nuevamente, harto de esperar la llamada, para verificar el proceso de manera presencial. Allí me informaron que mi poder de representación, notarizado, legalizado y con todos los requisitos de ley, no era válido porque consistía en una unificación de poderes. Me pidieron entonces que demostrara y presentara los poderes originales que habían sido unificados. Quien dio esta explicación fue una abogada del departamento legal, de nombre Karla Batista.

La historia detrás de esos poderes es sencilla: tenía cuatro poderes de tres clientes que son hermanos entre sí. Hice 4 documentos con la intención de que cada uno firmara, pero por un conflicto familiar entre ellos, se negaron a firmar en la misma hoja. Dos estaban a punto de tomar un vuelo hacia Estados Unidos y me plantearon que no estamparían su firma en el mismo documento donde apareciera la de la otra heredera, quien a su vez tenía la misma postura. No hubo forma de convencerlos. Terminé pasándole los documentos ya separados a las partes, dos con una sola firma y dos más con las mismas con solo las firmas de la otra parte, en cada poder.

El tribunal, que es un órgano superior, aceptó esos poderes bajo firma privada y hasta me favoreció con una sentencia, la cual anexé. Pero como conozco bien el sistema bancario dominicano, decidí unificarlos posteriormente en un solo documento ante una notaria, con fe pública, precisamente para evitar discusiones.

Aun así, tres abogadas del banco, incluyendo la ya mencionada, insistieron en que el poder no era válido.

Les pregunté de qué disposición legal se valían para cuestionar un documento notarial, cuando la ley establece que las declaraciones hechas ante notario tienen presunción de veracidad hasta prueba en contrario. No hubo respuesta sólida. En medio de la discusión me vino a la mente la canción “Peces de ciudad”, en la versión de Ana Belén y autoría de Sabina, que retrata la vida repetitiva y alienada en edificios de cristal los que compara con pecera. Y no pude evitar comparar a esas profesionales con peces dando vueltas en una pecera, atrapadas en rutinas absurdas que las hacen olvidar el sentido de justicia.

La confrontación y una mínima victoria

Pese a mis argumentos, envié de nuevo toda la documentación —menos los poderes de origen— y, como siempre, me dijeron que me llamarían. Esa llamada, de nuevo, jamás ocurrió. Pedí incluso una cita con la encargada para explicarle personalmente lo que la notaria ya había confirmado: que los poderes tenían el mismo objeto, que yo había participado en todas las etapas del proceso, incluida la sentencia, y que los herederos jamás me habían objetado como su representante, según ella misma que se comunicó con ellos. Nada de eso fue suficiente.

Pasaron los días y una semana después me presenté otra vez. Mi oficial, siempre amable, volvió a llamar al departamento. La encargada de cuentas de fallecidos, Helen Fermín, me recibió, en una llamada en speaker, diciendo que yo tenía un apuro, pero que no había llevado lo que se me pidió. Tanto mi oficial como yo replicamos que todo estaba cargado en los correos. Entonces comenzaron las contradicciones: que ella no había visto nada porque no tenía tiempo, que lo revisaría más adelante, que me llamarían cuando estuviera listo, y que, mientras tanto, debía buscar los poderes fusionados.

Lo que en realidad sabíamos es que, aunque los entregara, tampoco los aceptarían, porque no estaban notarizados, algo con lo que el tribunal nunca tuvo inconveniente. Pero aquí sí, en un departamento subordinado a la Consultoría Jurídica, que cada año incrementa el listado de ahorrantes fallecidos, a quienes de manera deshumanizante llaman “productos”. Esos “productos” van por más de 10 mil millones de pesos en el sistema financiero, fruto del trabajo de personas como ella.

Le dije con toda la altura del caso: si a mí, que soy abogado, me ocurre esto, no quiero imaginar lo que vive un ciudadano común que no cuenta con mis recursos.

Quisiera reunir a todos los timados por el sistema para explicarles cómo funciona en realidad, y que deben exigir en cada EIF porque su único objetivo es retener o no entregar el dinero de los ahorrantes fallecidos.

La respuesta de Helen fue tajante: “Eso no es así”. Le cité el reportaje publicado en Panorama y ella me contestó que lo que allí salió era mentira. Entonces le pregunté: si era mentira, ¿por qué la Asociación de Bancos (ABA) no demandó al medio y, en cambio, realizó un taller para periodistas en el que reconoció las fallas y prometió modernizar el sistema?

Su reacción fue airada. Me dijo que ella no era la ABA, y yo, como cliente de tantos años, si todavía no me han cerrado la cuenta, tuve que soportar sus epítetos donde me dijo ignorante, llegó a decir, incluso, que yo también era un mentiroso. Le pregunté entonces cómo ella y su departamento podían dormir tranquilos por las noches, y si sabía lo que significaba tener conciencia.

Ella respondió que el Banco Popular no se prestaba a esas prácticas. Le pregunté por qué, entonces, las cuentas de clientes fallecidos seguían en aumento mientras la proporción con las declaradas como abandonadas no crecía. Fue en ese momento cuando, tal vez por un destello de conciencia, autorizó que al día siguiente pudiera pasar a recoger el reporte.

Ese reporte me fue entregado, pero incompleto: contenía solo el balance actual de las cuentas, sin los movimientos que permitirían ver qué deducciones se habían hecho.

Una muestra clara de cómo en este país la práctica bancaria se coloca por encima de toda normativa, incluso de la propia Constitución. Ese, señores, es el secreto mejor guardado de la élite bancaria.

Una salida al monopolio bancario

Este testimonio no es solo la narración de un caso particular. Es la radiografía de un problema estructural. El sistema financiero de nuestro país, amparada en un vacío regulatorio, ha convertido el proceso sucesorio en un calvario y la necesidad de los herederos en un lujo.

Pero también quiero dejar aquí una propuesta: y es que, así como el Banco Central maneja las cuentas abandonadas, propongo que la Superintendencia de Bancos asuma la centralización de las cuentas de fallecidos, creando un sistema único, transparente y ágil. Esta medida eliminaría el poder de las Entidades de Intermediación Financiera para retener o negar el dinero de los ahorrantes, ya que su interés real es prolongar el mayor tiempo posible la permanencia de esos fondos en sus arcas.

Por cierto, unas preguntas que para mí son inevitables: ¿por qué existe una segmentación entre ahorrantes fallecidos y cuentas abandonadas? ¿Por qué la Junta Monetaria no emite una resolución que otorgue a la Superintendencia de Bancos la facultad de unificar y centralizar este procedimiento, de manera que los familiares de un difunto no tengan que vivir una segunda tragedia, esta vez burocrática?

No se trata de una casualidad. Desde el 2012, el objetivo central del sistema financiero ha sido retener las captaciones, y dentro de esas captaciones están los fondos de clientes fallecidos, que deberían estar en manos de sus herederos.

La banca se ha quedado con el control de las cuentas embargadas, de las cuentas inactivas y de otros productos financieros restringidos, mientras las familias luchan por acceder a lo que legítimamente les pertenece y ni eso quieren.

Mi propuesta no solo sería un acto de justicia, sino también una oportunidad para que el Superintendente de Bancos reivindique su rol. No basta con mantener un servicio como Pro Usuario que se limita a mediar en problemas domésticos de montos pequeños. El verdadero desafío está en asumir problemas estructurales, en poner fin a las prácticas abusivas que han llegado al extremo de llamar “productos” a seres humanos que ya no están.

Centralizar la gestión de las cuentas de fallecidos sería quitarle esa gran carga que las EIF, tienen “paralizadas” a la “espera’ de los herederos, y que repartan las captaciones más equitativamente, pues las entidades se quedarían con una parte del monopolio que controlan sobre algunas cuentas restringidas. Así reivindicaría a la ciudadanía un derecho que hoy le es negado con artimañas. Sería, además, poner la dignidad humana y la Constitución por encima de los intereses corporativos.

Fuente: ANORAMA

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